Qué mejor manera de celebrar mi exilio y reanimar el blog con una entrada sobre
H.P. Lovecraft, ya que estos días se conmemora su nacimiento, el 20 de agosto
de 1890.
Ningún escritor me ha provocado una impresión tan grande. Michel Houellebecq afirma que el poeta, historiador, investigador
y erudito posee algo que trasciende el mero hecho de la escritura, una cualidad
extraña en su obra que lo hace especialísmo, casi no literario. Para quien no
haya leído a Lovecraft, esta idea puede parecer una exageración, pero una vez hundido
en su universo complejo y caótico, asentado sobre categorías imposibles, desafíos
a la ciencia y la lógica, y habiéndose dejado llevar por la descripción detallada
y estremecida de un pasado cósmico donde el género humano pintaba poco o más
bien nada, esa planificación literaria incomparable del absurdo existencial y
el miedo, donde no falta un sentido del humor ciertamente peculiar, quedará la duda de si Lovecraft fue aquel
extraordinario personaje, de carácter mucho más amable de como le retratan algunas
biografías, obsesionado con las religiones antiguas, la astronomía y la cultura
victoriana, o si fue en realidad un visionario, un artista poseído por el espíritu
de algo que duerme agazapado en lo más primitivo de nuestros cerebros de reptil.
Quizá un médium, vestigio de sus ilustres antepasados, que tuvo la capacidad de
mirar donde no se atreve nadie, mucho más allá de los límites de nuestra
conciencia, y contempló algo distinto, maravilloso en su diferencia, pero inconcebible
por nuestras mentes débiles y vanas.
Solo un carácter como el de Lovecraft, personalidad
solitaria, cerebro prodigioso acostumbrado a la ensoñación, a vagar por los
bosques y las calles de Providence buscando contacto con los espíritus y las
estrellas, mucho más interesantes en su apreciación que la compañía de los
seres humanos, podía desarrollar un cuerpo literario de tal calibre. En el
espejo negro de sus mundos, fríos, lejanos e indiferentes, se ha visto
reflejada y absorbida una legión de lectores, la cual comparte como L. el
extrañamiento del ser y el estar, incapaz de entender el sufrimiento que no
apacigua todo el desarrollo científico y los avances tecnológicos de este mundo.
Más al contrario, desvela, como le sucedió a Lovecraft y a un grupo destacado
de artistas y pensadores de su época, una sensación de orfandad frente al
universo, por la certidumbre, esta vez con cifras y datos mensurables, de que
no hay nada en nosotros ni fuera más allá de la muerte. Entonces queda una
única respuesta: acudir a las regiones del sueño, a las simas del océano o al
espacio profundo, a las dimensiones desconocidas para desafiar el temor y el
temblor.
Yo no debía tener más de catorce o quince años cuando leí
por primera vez los Mitos de Cthulhu, en la edición de Alianza. Poco después,
tuve en mis manos La Sombra sobre Innsmouth, de la magnífica colección Libro
Amigo de Bruguera y varias antologías de relatos de terror, en Acervo y Labor. Encontré
que los cuentos góticos del joven Lovecraft tenían puntos en común con el
ideario romántico de Edgar Allan Poe, estaban construidos siguiendo el patrón
del maestro del relato (los cuentos de detectives, las aventuras) pero en estos, la hipersensibilidad de Poe ante
los efectos de la belleza o el miedo, y la eterna sublimación del amor eran
sustituidas por unas circunstancias que transformaban el terror del XIX en una
máquina de nuestros días, implacable, sin rostro y sin alma. Lovecraft no quería
regodearse en sus sentimientos, simplemente ofrece la visión, diseccionada
racional y fríamente como en un libro de matemáticas, de las posibles
ecuaciones de sus pesadillas para encontrar explicación a lo que no se puede abarcar con el lenguaje. Insisto, con un humor soterrado que convierte a Lovecraft en
un artista más actual que cualquier fenómeno de moda post, y que abre la puerta a un miedo no cotidiano,
que se apodera de sus protagonistas desde lugares muy lejanos al crimen,
el dolor, las pasiones o los fantasmas clásicos, elementos insignificantes en
el concierto cósmico. Son relatos como “El Templo”, “Los Gatos de Ulthar”, “El
grabado en la casa”, “Herbert West, reanimador”, “Las Ratas en las paredes”,
“En la cripta”, “El caso de Charles Dexter Ward”, donde se mezcla el horror
tradicional con la violencia de Ambrose Bierce, hay incursiones en la ciencia y la
tecnología como espacio para el estremecimiento (una pre Nueva Carne), y las
aventuras del personaje solitario acosado por horrores sin cuento, siempre con
la obsesión de encontrar la clave en los textos antiguos de magia y los ritos
paganos, en una clara transposición del propio Lovecraft. Son especialmente
notables sus textos localizados en el antiguo Egipto, donde desarrolla historias
de terror con los dioses y los templos antiguos: “Encerrado con los faraones” o
“Nyarlathotep”.
Pero es en los relatos del Lovecraft con treinta años hasta
su muerte prematura donde alcanza la perfección. Los que abren el Necronomicón
para nosotros, nos muestran los horrores del asilo de Arkham, el misterio de la
universidad de Miskatonic y los pueblos donde acechan maldiciones de miles de
años y razas innombrables que dan culto a seres que no pueden ser siquiera
descritos. Es el ambiente inhumano, absurdo, lleno de alusiones ocultistas y
profundamente descreído, irónico hasta la crueldad, lo que sigue fascinando en
las páginas de obras como La Sombra sobre Innsmouth, El horror de Dunwich, El
susurrador en la oscuridad, El color surgido del espacio o el Morador de las
Tinieblas y que han inspirado a miles de artistas hasta hoy. Tiene Lovecraft algunos libros que me acompañarán siempre, por la
fuerza de sus imágenes y la carga de verdad absoluta que atesoran en su
ensoñación irracional, como En las montañas de la locura, En la noche de los
tiempos o el Modelo de Pickman.
La obra de Lovecraft conserva valiosas enseñanzas para mí,
que se resumen en estas tres:
1) No
eres tan lista como te crees.
2) Estás
sola.
3) Hay
algo más grande, más poderoso y posiblemente más malvado que todos los
individuos de este planeta.
Tiene que haberlo.