AnaHTML> Cómo nos reconoceremos? Habrá mucha gente y eso… Se me da fatal moverme en multitudes, creo a veces que me voy a morir y tal…
Prof.Linux> No creo que haya muchas chicas, je je.
AnaHTML> Ya… buf, qué mal… Es que se me da tan mal todo esto…
Prof.Linux> No te preocupes, mira, yo llevaré una camiseta de Linux, vale?
AnaHTML> Bueno, yo me pondré un gorro blanco que tengo con dos pompones…
Prof.Linux> Seguro que nos encontramos.
Si se daba prisa, podía encontrar billete esa misma noche para Sudamérica. Era un buen lugar para los programadores.
La cita en el SIMO fue, como decía su padre, “la apoteosis”. Era la tercera vez que iba a Ifema, conocía de sobra la combinación de autobuses que le dejaba en la explanada frente a los pabellones. Pues a pesar de eso, tomó el metro en dirección contraria, y tuvo que esperar más de quince minutos uno de los buses gratuitos que la organización había puesto para llegar al recinto ferial, hasta los topes de gente como él, entre codazos, empujones y carpetas en las costillas. Lo que pretendía ser un viaje calmado, llegar reposado y sonriente, arreglado con su nueva parka, los zapatos lustrosos y la camiseta del pingüino, se convirtió en una carrera atropellada por llegar a tiempo, sudando a chorros y preso de un ataque de nervios. Cuando por fin alcanzó la entrada principal, a unos veinte metros y medio tropezando, los zapatos llenos de polvo del Parque Juan Carlos I, vio a AnaHTML.
Una chica alta. Más alta que él. Se la veía de refilón, no podía decir desde allí si era guapa. El gorro infantil con orejeras y los pompones colgando. Una mochila a la espalda. Estaba hablando con un tipo con gafas. El tipo llevaba una camiseta de Tux.
Había por lo menos diez tipos con camisetas de Tux.
Hubo un par de segundos en los que Marcos pensó que equivocarse de dirección, perder el autobús, tropezar, llegar tarde, sudar de esa manera, todo eso en una persona como él, tan puntual, pulcra y ordenada, no eran sino señales de que lo de la cita no era buena idea, y lo mejor iba a ser pasar por delante haciéndose el sueco, pretextar más tarde una excusa por email y olvidarlo todo. El tío de las gafas, un moreno bajito de frente despejada, cazadora deportiva, vaqueros y zapatos lustrosos con el que charlaba Ana, él muy animado, con una sonrisa de oreja a oreja, era perfectamente intercambiable con Marcos. Ella no se daría ni cuenta.
Pero no lo hizo. Temblando, se acercó a la pareja y saludó, tan bajito, que Ana no se enteró. Tras carraspear, volvió a repetir la frase en voz más alta, - Soy Marcos, habíamos quedado aquí,… yo… el del IRC… -. La chica se giró hacia él, mientras el otro gafas con camiseta de pingüino improvisaba con su mejor sonrisa:
-Qué coincidencia, yo también me llamo Marcos, ¿verdad, Ana? Venga, vamos, que va a empezar la conferencia de Nixdorf -, mientras hacía amago de rodearla con el brazo como un guardaespaldas - ¿Vamos?-, y le dirigía una mirada de desprecio por encima del hombro.
AnaHTML, perpleja, miró a los dos Marcos. Carita larga, ojos grises y brillantes, labios y dientes finos, mechones de flequillo lacio. Una ratita de biblioteca, muy presumida, 1,77 cms. aproximadamente.
- ¿Tú no te llamas Marcos, a que no?
- Bueno… Marcos, Marcos, Manuel, Manolo… ¿qué más da? Si lo importante es habernos conocido. Además, yo también estoy en el IRC. Ahora ya… - Más sonrisas amarillas.
Un grupo de clones con gafas, mochilas y camisetas se detuvo a pocos metros del trío de enredo.
-¡Francisco Javier, vamos a hacernos una foto los de la quedada!
Todavía resistió Francisco Javier unos segundos sin decir esta boca es mía, manteniendo la sonrisa y de pie entre la pareja, hasta que los gritos de sus compañeros empezaron a llamar la atención de los guardias de seguridad. Como no pasó un ángel ni cayó un yunque sobre el Marcos real, el impostor agachó la cabeza y se fue corriendo a posar para la foto.
- Qué vergüenza… la gente no tiene dignidad. -Ana miraba a Marcos de refilón, muy tímida-. -Casi me muero por la situación. Hola, Profesor Linux, soy AnaHTML.
Deshaciéndose en sudores fríos que le resbalaban por la espalda, Marcos creyó morir. Le envolvió una sensación desagradable y pegajosa porque la chica le llamara por su nick y no por su nombre de persona real. A partir de ese momento, perdió la conciencia de sus actos. Las seis horas siguientes en los pabellones del SIMO desaparecieron en un instante. Tal como si hubieran puesto un pie allí dentro a las once y cuarto de la mañana y, como en un montaje cinematográfico, la siguiente imagen fuese la de la pareja saliendo casi de noche, cargada con bolsas llenas de folletos, publicidad, envoltorios y plásticos. En el intervalo, habrían visitado los stands, prestando especial atención al nuevo artilugio, el DVD, y a las videoconferencias, así como las maravillas de una conexión a Internet a 128 kbps, y la presencia de numerosas y prestigiosas empresas de seguridad informática. Y el fin de fiesta, tras hacer una cola interminable, jugar los dos con otros quince forofos, al Quake.
Marcos no recordó casi nada de la cita en los días posteriores, tal era su estado de ensimismamiento y confusión. Igual que si se hubiera emborrachado gravemente, llegó a su casa sin saber de dónde venía, sin poder despegar los labios, pastosos tras una jornada de parlamentos, gritos, preguntas, risas y confidencias. Tras caer en la cama profundamente dormido, despertó al cabo de unas pocas horas, tiritando de miedo. Revivió algunos detalles sueltos con mucha vergüenza, y se sintió la persona más desgraciada del mundo. Ana no querría volver a verle nunca, y lo más seguro es que todo hubiera sido un broma. Comenzó a llorar y no paró, aunque tenía mucho sueño y le dolía la cabeza, pero convencido de que ese gesto trágico iba a ser su despedida, no lo dejó hasta por la mañana, cuando salió de la habitación, se preparó un desayuno con un tazón de leche con chocolate, tres bollos de crema y media barra de queso con jamón. Entonces se fue a dormir.
(I Parte, Cap. 3. El Hombre de Mandelbrot)
Detalle de la portada, dibujo de Keko.