12 febrero 2016
03 febrero 2016
LA REGLA, REVISITADA
(En 2004, publiqué este texto en el Nº 31 de Mondo Brutto, el Especial Punk. Todos nos comprometimos a escribir artículos de no más de tres páginas para seguir el espíritu. Este es uno de mis favoritos, y veo que, 12 años después, ya se ha como normalizado hablar de este tema en revistas de tendencias para la juventud).
SANGRE Y ÓVULOS.
LA REGLA, REVISITADA.
Los aficionados a la cultura popular
coinciden en ser Grandes Maestros de temáticas adolescentes. La disciplina (¿)
que estudia y disecciona los humores, secreciones y excrecencias del cuerpo humano
es una de las más celebradas por la mayoría de estas personas, por lo del
retardo emocional y la incapacidad de superar la fase anal de conducta.
Internet tampoco ha ayudado a mejorar esta deficiencia. Se pueden visitar
millones de sitios, desde Carolina del Norte al cinturón de Parla, repletos de
bromas, películas, poemas, tebeos sobre el moco, el grano, el esperma, el
cerumen, la caca, el sudor… y cosas mucho más raras. Pero hay un fluido que,
pese a tener todos los ingredientes para ser el más popular por su belleza
plástica y el más chistoso, al estar íntimamente unido con las funciones
reproductoras, apenas sale en ningún sitio y cuando lo hace, es como asunto de
enfermos. Sí, la sangre mezclada con los restos de la ovulación, fuera del
contexto de los efectos especiales y las películas de vampiros, increíblemente
no es plato de gusto para el aficionado estándar. Se recomienda la visita al Museo de la Menstruación, portal dedicado a todo lo relacionado con el fenómeno, desde una óptica
masculina ciertamente tensa y sudorosa (www.mum.org). También hay páginas porno
donde se pueden admirar pics de señoritas insertándose tampones en posturas
lascivas, y algunos lugares donde se venera, desde un pornogótico semifino, las
maravillas de los apósitos y compresas ensangrentadas, pero casi parece algo de
fetichismo extremo, más para personas de gustos extraños (“Mmmmm, me gusta el `ketchup´
con las patatas fritas”), que para el consumidor habitual de estos
productos.
El menstruo es el gran desconocido, el
fluido más injustamente tratado, relegado a la clandestinidad por los mismos
que se mueren de risa con los chistes escatológicos de “South Park”. Este desprecio de la menstruación lo convierte en el
fenómeno corporal humano más underground, si exceptuamos, claro está,
enfermedades como el cáncer y el SIDA, y las campañas publicitarias empeñadas
en convertirlo en lo que no es ni puede ser, porque además es imposible. La
regla es un proceso de eliminación de residuos, pero más asqueroso y desagradable
a los ojos masculinos que la más horrenda de las deposiciones. Siempre me he
preguntado las razones de este olvido y no logro explicármelo, salvo si recurro
a las teorías del tabú, el miedo a las mujeres y el extraordinario machismo en esta
fase de cosificación femenina, que rodea a la cultura pop desde los
ultraconservadores noventa. Pero como estas páginas están dedicadas al punk,
lugar y época donde las mujeres, por primera y casi última vez, consiguieron
estar peer to peer con sus compañeros, pues hablemos de óvulos no fertilizados.
Seguro que nunca han visto a una mujer ir al
baño de un bar o restaurante con un tampón o compresa en la mano, así como
quien va con un cubata, el cigarrito o la papelina de droga. Se va cargada con
el bolso, porque además de los reparos higiénicos hacia los baños, las mujeres
sabemos que eso da auténtica repulsión a los demás, incluso a las otras
mujeres. Existe una obsesión enfermiza
por evitar el más leve olor a sangre, y mucha gente aún considera que la regla
es como una especie de letra escarlata en la frente, un momento maldito en el
que la mujer se convierte en intocable, una Carrie de S. King que no
sólo puede agriar la leche o estropear la comida sino traer la desgracia a
quien se cruce en su camino. Mi abuela reprendía a mi madre por permitir que me
bañara en casa, ya no digamos en la piscina, mientras seguía utilizando,
entrados los años ochenta y ante la bronca general de sus hijas, unos paños
blancos que lavaba con lejía en el más absoluto de los secretos.
La regla hace a la mujer un ser sucio e
indigno. Jesucristo abronca a sus discípulos porque una mujer que padece de
metrorragia le toca, y se supone que por culpa de eso le quita parte de su
poder omnipotente, aunque luego la caprichosa y enigmática superestrella lo
arregla curando a la señora de su enfermedad. Del fluido menstrual, durante
siglos se dijo que poseía un fuerte veneno, la llamada menotoxina, que era
capaz de fulminar rebaños enteros de ganado con sus pastores y aparceros
incluidos. Entre estas consideraciones
del pasado, que aunque sean muy del pasado, permanecen fuertemente enraizadas
en el inconsciente colectivo, (busquen en su interior y hallarán la verdad,
ellas y ellos), se ha querido ir al otro
extremo del tratamiento, en cuanto a propaganda y promociones de productos
“para esos días”, aprovechando el boom de las señoras como consumidoras de
primera clase. Una imaginaria y muy sui generis vindicación femenina desde el
espectro neoliberal más repugnante se utiliza para vender cositas exclusivas
para la mujer y su universo: podemos contemplar a la Chica Agresiva, a la Mujer
Trabajadora pero Arreglada, la cual, mientras pilota un cohete o se tira en
paracaídas, se depila la ingle con una maquinilla ultra-tech. Y que, a simple
vista, parece siempre la misma persona, pero no por la cosa de la
uniformización ultrajante de las mujeres, sino por lo guapa y requetebonita que
sale en las fotos. Ahora parece que gracias a los adelantos de la ciencia, con
una compresa "ultra dry"
de capas de absorción de flujo de color azul
(¿azul?, pero estas cosas, ¿para quiénes van dirigidas? ¿Para seres
femeninos de otra galaxia?), la mujer va y sale a la calle como unas
campanillas, alegre y feliz de estar chorreando. Como en mi favorito, el
anuncio donde una tía como etérea y semiflotando salía de compras y, mientras
veía escaparates, concretamente unos zapatos carísimos, ni se acordaba que
tenía el mes y estaba orgullosa de su condición de portadora de compresas con
alas y de consumidora de zapatos. O sea, de mujer. De guapa mujer consumidora
de cosas caras, que es lo que define a una mujer moderna como debe ser, y no de
otra manera. Otra campaña muy señalada fue la de aquellas niñas ligeras,
primorosas, vestidas como de Agatha Ruiz
de la Prada, en un bosque de cuento; así, sin bichos, ni barro, donde se
preguntaban, entre risas, saltitos y cuchicheos, a qué olían las cosas que no
se pueden oler, dando a entender que una tía con la regla se pone una compresa EVAX absorbeolores y ya está, tan
limpita. Vamos, como si además de para la regla, pudieran servir también como
ambientador para el coche. Por no hablar del precio de estos artículos, que más
se parecen al de un cosmético que al de un objeto de droguería o medicamento de
uso frecuente. Más de una revuelta social han provocado los impuestos sobre
compresas y tampones, como aquel motín de hace pocos años en Australia contra
la subida de precios de estos productos, que encabezaron Las Vengadoras
Sangrientas, vestidas con capas rojas, quienes empapelaron con apósitos
higiénicos el edificio del gobierno y sostenían pancartas con la leyenda “Yo Sangro, Yo Voto”…
A mí nunca se me apareció una
señora-metáfora de la regla, ni yo la vacilé con chulería, cuando quiso
celebrar una fiesta y tirar confetti, como en el anuncio. Aunque estuve
esperando con ansia, no he padecido aún el SST,
una enfermedad impresionante con la que se amenaza al usar Tampax… Tampoco me sentí diferente, como en el spot estilo Summers de tampones Amira, “Ya soy Mujer” (¿qué somos antes? ¿Hermafroditas? ¿Seres de Ummo? Simone de Beauvoir tenía una bonita teoría sobre este cambio
espectacular de niña a mujer por unos decilitros de sangre, de la supuesta “a
la felicidad de la fémina por el flujo”, en cuanto se desencadena la
menarquía). Nunca pensé que fuera de buen rollo, ni limpio, ni moderno, llevar
compresas, así como tampoco entendía lo de aquella campaña de los tampones en
los que una pija salía montando a caballo, por obvias razones. Lo que recuerdo son aquellas angustiosas
mañanas en el colegio, sintiendo cómo se empapaba la falda del uniforme,
anudándome el jersei a la cintura y corriendo hacia casa con la sangre
resbalando por las piernas. O una vez, ya de jovencita, poniendo un servicio
del Wendy de Plaza España pringado de
sangre y aireando las bragas y la falda en el secador de manos, tras haberlas
lavado. Recuerdo el cursillo sobre la regla que nos dieron en el colegio, a
cargo de la empresa O.B., y cómo nos
daban muestras de prototampones, ante la rotura de las monjas, cuando las simpáticas
comerciales aseguraban, diciéndolo muchas veces, una y otra vez, que “usar tampones no significaba que una niña
perdiera la virginidad”, ante las risas nerviosas y culpables de las de 7º
y 8º. Si cierro los ojos, aún veo cómo un tampón de alguna de mis amigas iba a
parar a un plato de patatas bravas, siendo mojado en la salsa y lanzado al
pinball del bar La Cresta, donde
jugaban unos macarras, que casi se echan a llorar del susto. A más de uno y a
más de dos conocidos he visto yo hacer el indio con unos tampones a modo de
pendientes, fabricándose una falda con compresas para Carnaval, quizá para
ahuyentar el miedo que les provoca este proceso. Ya saben, el mecanismo
primitivo de conjurar el Mal con una fiesta, el “quien canta, su mal espanta”
(en la web del Museo de la Menstruación hay muchos ejemplos de esto que les
cuento, del estilo del bandarra que se pone unas tetas de plástico, etc.). O
todos esos chistes chuscos sobre compresas con alas y demás (“¿Qué se hace con los tampones usados?
Chicle para vampiros…”). Quizá pocos de estos cachondos saben que el
apetito sexual femenino (que es una cosa que existe) se sensibiliza mucho
durante esos días. Sí, es una apreciación subjetiva, pero corroborada por otros
testimonios. Como el de una pariente, que de pequeña acostumbraba a pegar sus
tampones – usados – contra el techo de la cocina de la abuela, en una
interpretación punk y bárbara de las pelotillas de papel que los críos lanzan y
pegan contra el techo de la clase…
Junto a las excelencias de
pasar los días del periodo flotando entre compresas, risas, novios gilipollas
que te miman con una tableta de chocolate y tampones high tech, se lleva mucho
una campaña soterrada de meter miedo a las mujeres: si ahora ya es un poco más
difícil con lo del castigo divino y la impureza, en su lugar, se hace con la
ciencia: de repente, se han inventado una cosa llamada SPM, o sea, “Síndrome
Premenstrual”, que consiste en hacer culpable a la regla de todos los
desórdenes emocionales y físicos que una mujer padece a lo largo de cada mes, o
sea, de su vida cotidiana: desde crisis de ansiedad a retención de líquidos. Si
bien, parte de estos síntomas (la hinchazón, dolor de riñones, mal humor, etc.)
son comunes a casi todas las mujeres durante la regla, una no sabe hasta qué
punto no serán sino la consecuencia, pero no el cuadro clínico de una especie
de enfermedad mental misteriosa que intenta convertir otra vez a la mujer en la
histérica de los tiempos antiguos. Porque, y esto es lo más grande, las
autoridades médicas ya han decidido que lo mejor para que una chica pase mejor
su síndrome, su menstruación y su post síndrome, es tomar unas pastillitas de Sarafem (atención al nombre) que no es,
ni más ni menos, que nuestro viejo amigo el bloody Prozac (perdón por el chiste). Lástima que el prozac curalotodo no sirva para
nada, y mucho menos cuando una tiene una disfunción horrible que hace que la
regla sea como si te estuvieran apuñalando durante horas en la tripa, te den
calambres y no puedas andar. O se junte una diarrea galopante con el sangrado,
y al final te tengan que hacer una histeroscopia y hurgarte con un microscopio
escáner dotado de pinzas, para arrancarte pólipos o quistes de formas
caprichosas, mientras tú lo estás viendo todo.
En el mundo occidental donde se
necesitan mujeres guapas, delgadas y ricas, la menstruación comienza a ser una
molestia. Ya no sólo para los hombres, que lo ven horrible, sino para las
propias mujeres, convencidas de que es una pérdida de tiempo tener que
preocuparse de sangrar desde los once o doce años hasta los cincuenta, aproximadamente.
Yo estoy segura de que existen personas como Britney Spears, y una lista selecta de modelos y actrices a quienes
han suprimido, por ingeniería médica, sus periodos. Una amenorrea para pijas y
supermujeres, que debe estar a punto de comercializarse a nivel masivo, para
que así, cualquier triunfadora y con ganas de darlo todo, pueda prescindir de
semejante pringue, con una operación indolora en su clínica de belleza
habitual. En el resto de los casos, la menopausia y sus vistosos efectos sigue
siendo la única solución, (así ahora ya se pueden seguir utilizando, hasta que
te mueras, las compresas gigantes de Tena
Lady, o el pañal para viejas). O, y esta es la que más me gusta, cuando te
suelta tu madre o alguna amiga o amigo, “Pero
esto se te pasa enseguida en cuanto te quedes embarazada. Ya veras qué bien,
todos los males de la regla se acabaron. Bueno, a lo mejor te salen almorranas,
y tienes que estar sentada en un flotador un tiempo, pero ya se te pasó lo peor, Y además, eso es lo que tienes que hacer”. Lo
del milagro, la maravilla, lo bueno, lo extraordinario, lo que te aporta como
ser humano y como adulto, y toda esa mierda de la maternidad quizá mejor lo
dejo para otro número. Como una artista underground le contestó a un
cantamañanas del rock, cuando éste le preguntó que cuándo iban a tener hijos: “Cuando, tú, motherfucker, quieras cagar una
sandía”. Pero esto ya no es un tema punk. Dios maldijo a la mujer con el
parto, pero no con la regla. If you want blood…
you got it.
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